Jesús nos dice que trabajemos no por el alimento material, que perece y se acaba, sino por el alimento espiritual, que perdura para la vida eterna. Ese trabajo consiste en creer en el enviado de Dios y creer en una persona implica un esfuerzo de fe.
Dios es quien nos da el verdadero pan del cielo: Jesús. Cuando Jesús baja del cielo da vida al mundo. Él se dona a sí mismo, Él es el pan de vida eterna, quien va a Él no volverá a tener hambre ni sed espirituales.
Jesús se dona voluntariamente por amor a toda la humanidad, por eso, el signo que nos debe distinguir a todos los que lo seguimos es el Amor. Debemos amarnos los unos a los otros y manifestar ese amor con obras y con frutos de misericordia, de justicia y de generosidad; evitando la indiferencia, la división, el egoísmo, odio y la hipocresía.
Cristo nos va transformando, por eso, vamos mejorando, siendo notorio para todos los que nos rodean; debemos dar testimonio de vida y vida con coherencia entre lo que pensamos, lo que decimos y lo que hacemos.
Quien acepta a Jesús por la fe tiene que trabajar su corazón, sus actitudes, sus pensamientos, sus criterios y valores y transformarlos, para poder sentir como Jesús sintió y vivir como Él vivió: en amor y servicio desinteresado y constante.
Vivir la experiencia de fe es dejarse alimentar por Dios y construir la propia existencia, no sobre bases materiales, sino sobre una realidad que no perece, es decir, los dones de Dios, su Cuerpo y su Palabra: Pan Eucarístico y Pan Litúrgico.
La Eucaristía debe ser un sacramento que nos sacie y nos de fuerzas para hacer frente a la vida y a las adversidades. Un problema no es el final de la existencia, las pruebas existen para ser combatidas desde la fe y la esperanza en Dios.
Somos portadores del Espíritu Santo y por ello debemos desterrar la amargura, la ira, los enfados, los insultos y toda maldad y, por el contrario, dar frutos de amor, alegría, generosidad, mansedumbre, comprensión, perdón y paz. Amén.