LA PARÁBOLA DE LOS DOS HIJOS. MATEO 21, 28-32.
A través de esta parábola, basada en un ejemplo de la vida familiar, Jesús nos coloca de frente a la realidad de nuestras propias decisiones; en ocasiones estamos convencidos de hacer las cosas de acuerdo con la voluntad o el proyecto de Dios, pero otras veces, terminamos alejándonos de Él. Entramos en el dilema común planteado por el apóstol Pablo en su carta a los Romanos de hacer las cosas que no queremos y de no hacer las cosas que queremos o debemos hacer.
Cristo utiliza la parábola contenida en este Evangelio para enseñar a los hombres de esa época y a nosotros también, las actitudes que se deben tener frente a la fe y los compara con dos hijos que son invitados por su padre a ir a trabajar en su viña; el primero dice que va, pero no lo hace y, el segundo, inicialmente dice que no va, pero luego se arrepiente y termina yendo. Es mejor no prometer si no se está seguro; debemos ser coherentes con lo que pensamos, lo que decimos y lo que hacemos.
En el contexto en el que se encuentra la parábola, los oyentes invitados a expresar su opinión son los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo; ellos han tenido a Juan el Bautista y a Jesús, pero no han querido creer en sus palabras y que son enviados de Dios; en cambio, los que eran considerados como pecadores, es decir, los publicanos y las prostitutas, sí han escuchado, se han convertido y han ido a trabajar en la viña del Señor.
En relación con la pregunta de Jesús, de cuál de los dos hijos ha hecho la voluntad del padre, la respuesta de los sacerdotes y de los ancianos surge rápida: el segundo y es inmediata porque se trata de una situación familiar bien conocida y evidente, vivida por ellos mismos en su propia familia y, muy probablemente, practicada por todos ellos (y también por nosotros) en la juventud y por la inmadurez espiritual.
Su repuesta era un juicio, no sobre los dos hijos de la parábola, sino sobre ellos mismos; al responder que el segundo, ellos juzgaron sus propias conductas, porque en el pasado muchas veces habían hecho lo mismo. En esto consiste el propósito de la parábola, llevar a los oyentes a sentirse comprometidos en la historia para que, usando como criterio la propia experiencia de vida, hagan un juicio de valor, así, la respuesta que dieron se convierte en la sentencia a su misma conducta, a su incoherencia de vida y, en general, a su falta de fe.
De acuerdo con esta parábola, podemos deducir que los pecadores, los publicanos y las prostitutas son aquéllos que, inicialmente, han dicho no al Padre y luego han terminado por hacer la voluntad de Él, porque han recibido y aceptado el mensaje de Juan Bautista y de Jesús como proveniente de Dios. Mientras que los sacerdotes y los ancianos son aquéllos que, inicialmente, han dicho sí al Padre, pero no han hecho lo que Él quiere. O sea que, los que son considerados transgresores de la ley y condenados por esto, son en verdad los que han obedecido a Dios e intentan recorrer el camino de la justicia, mientras los que se consideran obedientes a la ley de Dios, son en verdad los que lo desobedecen.
La capacidad de reconocer la presencia activa de Dios en las personas y en las cosas de la vida no estaba, generalmente, en los sacerdotes, los ancianos, los escribas y los jefes, sino en las personas despreciadas como pecadoras e impuras. Hoy sucede lo mismo, las categorías de personas consideradas como marginadas, muchas veces, tienen una mirada más pura y atenta para percibir el camino de la justicia, que la que tienen las que viven casi todo el día en la Iglesia o forman parte de la jerarquía religiosa.
Quien cree y hace la voluntad de Dios, aunque haya pecado pero se ha convertido, entrará en el Reino de los Cielos; ser cristiano significa conocer y amar profundamente las verdades de la fe, reveladas por Cristo y enseñadas por la Iglesia; además, dar testimonio con las obras, no solo con palabras, pues una fe sin obras en una fe muerta. La fe debe ir unida a las obras de misericordia tanto materiales como espirituales, para así tener una vida con coherencia cristiana.
A través de esta parábola, basada en un ejemplo de la vida familiar, Jesús nos coloca de frente a la realidad de nuestras propias decisiones; en ocasiones estamos convencidos de hacer las cosas de acuerdo con la voluntad o el proyecto de Dios, pero otras veces, terminamos alejándonos de Él. Entramos en el dilema común planteado por el apóstol Pablo en su carta a los Romanos de hacer las cosas que no queremos y de no hacer las cosas que queremos o debemos hacer.
Cristo utiliza la parábola contenida en este Evangelio para enseñar a los hombres de esa época y a nosotros también, las actitudes que se deben tener frente a la fe y los compara con dos hijos que son invitados por su padre a ir a trabajar en su viña; el primero dice que va, pero no lo hace y, el segundo, inicialmente dice que no va, pero luego se arrepiente y termina yendo. Es mejor no prometer si no se está seguro; debemos ser coherentes con lo que pensamos, lo que decimos y lo que hacemos.
En el contexto en el que se encuentra la parábola, los oyentes invitados a expresar su opinión son los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo; ellos han tenido a Juan el Bautista y a Jesús, pero no han querido creer en sus palabras y que son enviados de Dios; en cambio, los que eran considerados como pecadores, es decir, los publicanos y las prostitutas, sí han escuchado, se han convertido y han ido a trabajar en la viña del Señor.
En relación con la pregunta de Jesús, de cuál de los dos hijos ha hecho la voluntad del padre, la respuesta de los sacerdotes y de los ancianos surge rápida: el segundo y es inmediata porque se trata de una situación familiar bien conocida y evidente, vivida por ellos mismos en su propia familia y, muy probablemente, practicada por todos ellos (y también por nosotros) en la juventud y por la inmadurez espiritual.
Su repuesta era un juicio, no sobre los dos hijos de la parábola, sino sobre ellos mismos; al responder que el segundo, ellos juzgaron sus propias conductas, porque en el pasado muchas veces habían hecho lo mismo. En esto consiste el propósito de la parábola, llevar a los oyentes a sentirse comprometidos en la historia para que, usando como criterio la propia experiencia de vida, hagan un juicio de valor, así, la respuesta que dieron se convierte en la sentencia a su misma conducta, a su incoherencia de vida y, en general, a su falta de fe.
De acuerdo con esta parábola, podemos deducir que los pecadores, los publicanos y las prostitutas son aquéllos que, inicialmente, han dicho no al Padre y luego han terminado por hacer la voluntad de Él, porque han recibido y aceptado el mensaje de Juan Bautista y de Jesús como proveniente de Dios. Mientras que los sacerdotes y los ancianos son aquéllos que, inicialmente, han dicho sí al Padre, pero no han hecho lo que Él quiere. O sea que, los que son considerados transgresores de la ley y condenados por esto, son en verdad los que han obedecido a Dios e intentan recorrer el camino de la justicia, mientras los que se consideran obedientes a la ley de Dios, son en verdad los que lo desobedecen.
La capacidad de reconocer la presencia activa de Dios en las personas y en las cosas de la vida no estaba, generalmente, en los sacerdotes, los ancianos, los escribas y los jefes, sino en las personas despreciadas como pecadoras e impuras. Hoy sucede lo mismo, las categorías de personas consideradas como marginadas, muchas veces, tienen una mirada más pura y atenta para percibir el camino de la justicia, que la que tienen las que viven casi todo el día en la Iglesia o forman parte de la jerarquía religiosa.
Quien cree y hace la voluntad de Dios, aunque haya pecado pero se ha convertido, entrará en el Reino de los Cielos; ser cristiano significa conocer y amar profundamente las verdades de la fe, reveladas por Cristo y enseñadas por la Iglesia; además, dar testimonio con las obras, no solo con palabras, pues una fe sin obras en una fe muerta. La fe debe ir unida a las obras de misericordia tanto materiales como espirituales, para así tener una vida con coherencia cristiana.